En varias ocasiones me he cuestionado el cómo se han desarrollado las manifestaciones y particularmente los hechos de violencia, saqueos e incendios intencionales que sacuden a Chile desde el 18 de octubre. Por su parte la violencia o los abusos de empresarios codiciosos que al igual que un pirata se llevan la gran parte del cofre a sus arcas personales (no encuentro un superlativo para referir a casi TODA la ganancia), son una de las tantas razones que han hecho que explote la olla.
La violencia vista por estos días es algo que va más allá de mi comprensión, escucho argumentos de quienes la avalan y de quienes la critican, y veo en ambos su cuota de razón. Ambos o cansados y nacidos en un ambiente violento o violentados por una sociedad mezquina y por otro lado, quienes han sufrido directa e indirectamente los efectos de la destrucción.
Ahora bien, sigo preguntándome qué pasará cuando todo esto acabe, cuando «después de un todo o nada» debamos enfrentarnos al resultado de aquel estallido social y que sin duda nos ha tocado a nivel personal.
¿Seremos más felices? ¿podremos mirarnos a los ojos sin remordimientos ni odio? ¿estaremos en paz con nosotros mismos? de saber que somos dignos de lo que tenemos y gozamos, de sentirnos plenos y por ende felices.
No pretendo ni criticar ni justificar los hechos que nos acontecen, sino más bien, proyectarnos como personas, como padres, como hijos, como amigos, como vecinos, etcétera, personas que buscan como fin de nuestra esencia, la felicidad.
Este parece ser un asunto olvidado y no porque nadie lo tenga presente en su consigna de lucha, sino que también a nivel personal es algo que hemos olvidado en el tiempo, porque el foco lo hemos puesto en los bienes de consumo, en el éxito o en el fracaso, en el celular de última generación, en el jardín del vecino.
Más allá de la mera preocupación, rezo porque cuando el fuego se convierta en cenizas, estas sean la base de un país más unido y por sobre todo feliz.